miércoles, 24 de agosto de 2011

Lengua afilada


Ayer escuché una entrevista en radio que me llamó la atención. Un periodista que se ha dedicado fundamentalmente al humor hablaba sobre su trabajo. Tal como señaló, nuestro trabajo consiste, en muchos casos, en ser algo fastidiosos. Él lo declaró con palabras algo más fuertes, más contundentes. Sin embargo, por educación y por sutileza frente a pequeños y medianos que puedan escucharnos a estas horas y en verano, sólo diré la palabra “tocanarices”. Nos dedicamos a meter el dedo en el ojo. Pero no literalmente, claro. Las grandes hazañas de Mou quedan fuera de mi alcance y dentro de lo que considero mi vergüenza.
Pero sí, en ocasiones las verdades dichas en alta voz meten el dedo en la llaga. Aún así, creo firmemente que las verdades hacen falta. Caen como agua de mayo en aquellos que sospechan del mal funcionamiento de la sociedad. Hace poco hablaba con alguien sobre el equilibrio entre el buen rollo y las verdades. Yo creo que el equilibrio está en que la persona afectada por las verdades se las tome con deportividad, y no en que intente negarlas a los demás y a sí mismo. Hacen falta más tocanarices en el mundo.
Me comunicaron unos días atrás que mi lengua se afiló hasta cortar la hipocresía. Si soy franca, me alegro. Significa que algo estoy haciendo bien. Existen muchos a los que las verdades no gustan. Pero muchos más que, aún sabiéndolas, prefieren callarlas, como si tratara de un preciado tesoro que no quieran compartir por la división de la ganancia. Mi misión en este editorial, y en mi vida, no es agradar. Prefiero el debate al agrado hipócrita. Si decir la verdad conlleva crear alguna tensión, la prefiero a morder una lengua que, de afilada, se cuela entre los dientes y sale sin mi permiso.
No digo que la vulgaridad o la grosería deban imperar a sus anchas por las calles. Pero la elegancia de una verdad bien dicha sólo es superada por la valía de quien la dice.

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