viernes, 29 de julio de 2011

Con los pies por delante

La muerte, la enemiga de la guadaña, estirar la pata, criar malvas, salir con los pies por delante, acabar en la tumba, morir. La muerte es tan vieja como la vida. Porque tal como dice Fito, nunca se para de crecer, nunca se deja de morir. Toda una serie de ritos se recrean alrededor de alguien que ya no los puede ver. Cuando el aire de nuestro último suspiro se mezcla con los gases de efecto invernadero que van a parar a la atmósfera ya se acaban los disgustos, las preocupaciones, las alegrías, las sonrisas, se acaba todo. En ese sitio donde el más pobre de entre los mendigos no se diferencia en nada de un rey, algo parecido a lo que ocurre en el retrete, no nos volvemos de repente unos santos. Un aura de veneración de lo más rudimentaria se impone alrededor de nuestros fallecidos.
Conocí a un hombre cuya mujer murió. Ellos no se llevaban muy bien, pero al dejar este mundo la señora se convirtió en una santa digna de adoración para el viudo. En vida jamás se preocupó demasiado por hacerla feliz, pero ahora pensaba ganarse su perdón mintiendo sobre sus virtudes en vida. La señora era donante de órganos. Su corazón quedó para otra chica que lo acogió de buena gana. El viudo quiso saber en quién recayó la suerte de portar el corazón de la fantasía en la que se había convertido la difunta esposa. Al conocer a la receptora se enamoró; sin embargo le negó a ella su amor, y a él mismo su verdad, por, según dijo, compararla siempre con su adorada amada muerta. Él siguió en su casa, vistiendo de negro, y recordando los años de inventada pasión, una relación de ensueño que no existió.
Las personas somos solo eso, personas. Llegamos al final del camino como todo el mundo, pero eso no transforma nuestras acciones en vida. No nos volvemos buenos, guapos y maravillosos solo por dejar de respirar.
Otro aspecto que me llama profundamente la atención son los ritos derivados del final de la existencia de un ser humano. La mitad es dolor, llanto y sentimiento de pérdida. Todo ello respetable y evidente. La otra mitad son puros actos sociales, como jugar al golf con el jefe o servir té a la suegra. Las personas allegadas son las únicas que son capaces de sentir que esa persona ya no pise más este planeta. En ocasiones, la mitad de la gente que asiste a un funeral no conocía al difunto, no lo había visto en los últimos 10 años o le caía mal.
Yo, cuando deje de dar el coñazo con tanta ciencia y tanta editorial, que espero que sea tarde, que quede claro: si no me conoce, no venga; si le caigo mal, no venga; si no tiene ninguna relación conmigo ni la ha tenido jamás aparte de un estrechón de manos, no venga. Pero, sobre todo, téngame por lo que soy, por las verdades que digo, por mis dientes largos, mi gran nariz y mi poco pelo. Un ataúd no sentará nada bien ni a mi look ni a mi carácter.

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